Una Llama Azul en la Frente · Robert M. Coates · Crónica sobre Neville Goddard · 1943
Un periodista de The New Yorker asiste a una charla dominical de Neville en Nueva York y describe la experiencia con una mezcla de asombro, ternura y desconcierto.
En mi proceso de búsqueda, lectura y organización de las conferencias de Neville Goddard, me encontré con este artículo publicado en 1943 en una revista que, curiosamente, sigue vigente hasta hoy: The New Yorker.
Uno de sus reporteros, intrigado por el surgimiento de nuevas iglesias y escuelas del llamado Nuevo Pensamiento que comenzaban a expandirse en aquella época, decidió asistir a varias de estas charlas. Entre ellas, quedó particularmente sorprendido por Neville Goddard, un maestro que en ese momento llevaba apenas cinco años compartiendo públicamente sus enseñanzas.
El artículo nos permite asomarnos a una escena muy distinta a la actual: hombres de traje, mujeres con vestidos y sombreros, salas llenas de oyentes atentos. Neville aparece descrito como la imagen de un caballero, no solo por su mensaje, sino también por su presencia cuidada, elegante y serena. Un hombre que hablaba con claridad, invitando a las personas no solo a escuchar, sino a sentarse en silencio y practicar allí mismo.
Te invito a leer estas líneas como quien abre una ventana en el tiempo y a permitirte, como me ocurrió a mí, teletransportarte a esa época, a observar a Neville desde la mirada de alguien que lo descubría por primera vez, sin conocer aún el alcance que tendrían sus enseñanzas.
La próxima semana compartiré, a través de la newsletter, un resumen del trabajo de traducción y estudio realizado hasta ahora, coincidiendo con el cierre de este año y con el cierre de la publicación de las conferencias de La Etapa de La Ley en el blog.
Mientras tanto, te dejo esta lectura como un pequeño regalo navideño para quienes acompañan este estudio.
— Indira G. Andrade · La Mente Creadora

Una llama azul en la frente
Crónica periodística
Dentro de la concurrida “iglesia” de Neville Goddard en el centro de Manhattan, donde los neoyorquinos buscan sanación, escape y certeza a través de estados de ánimo cultivados.
Robert M. Coates
The New Yorker · A Reporter at Large · 4 de septiembre de 1943
La asistencia a las iglesias metropolitanas, aunque ha aumentado un poco desde que comenzó la guerra, sigue siendo, según se quejan los ministros, inferior a lo deseado. Uno puede entrar casi en cualquier iglesia de una denominación ortodoxa de la ciudad un domingo y encontrar bancos vacíos. Difícilmente se podría decir lo mismo de los pastores de ciertas otras congregaciones. Ellos son quienes presiden lo que podrían llamarse iglesias informales o heterodoxas, y tanto su número como el tamaño de sus congregaciones han crecido rápidamente en los últimos años.
Muchas de estas iglesias aparecen listadas los sábados en la columna de anuncios religiosos que el Times publica en su página dedicada a la religión. Van desde organizaciones relativamente bien establecidas, como la Unidad Bahaí y el Nuevo Pensamiento, hasta otras más recientes, como la Iglesia del Cristo Sanador y la Iglesia del Centro Absoluto, pasando por diversos practicantes del vedantismo, el hinduismo, el espiritismo, y otros credos. Varios de estos grupos emplean la palabra “iglesia” con bastante libertad, ya que sus reuniones son tan propensas a celebrarse en el salón de baile de un hotel como en un lugar de culto convencional. Algunos de los pastores son simplemente oradores que prescinden de toda parafernalia eclesiástica y se limitan a ofrecer conferencias dominicales, o sermones, en los que exponen sus filosofías.
En términos generales, estas “iglesias” se estructuran en torno a un hombre con una presencia impresionantemente agradable y la capacidad de mezclar la enseñanza tradicional de la Biblia con elementos tomados del psicoanálisis, la curación por la fe, la telepatía mental, la autosugestión y, ocasionalmente, el vudú. La única característica común a todas ellas es que les va bien.
El Dr. Emmet Fox, por ejemplo, quien dirige la Iglesia del Cristo Sanador, llena regularmente la Ópera de Manhattan, cuya capacidad es de cuatro mil personas, en sus servicios dominicales matutinos. Su doctrina es tan similar a la de la Ciencia Cristiana que, al menos para un profano, resultan prácticamente indistinguibles. Cree que si una persona se entrega a un período de lo que él llama “meditación sanadora”, todos los crecimientos anómalos en el cuerpo, como los tumores, pueden desaparecer, las enfermedades pueden curarse e incluso las partes faltantes del cuerpo pueden regenerarse o, como él lo expresa, ser “gestadas” y recreadas en un plazo de nueve meses.
El Dr. Fox es probablemente el más exitoso de estos practicantes, si el éxito en tales asuntos se mide por el número de seguidores. Pero los efectos de la fe son incalculables, y haría falta un espíritu osado para afirmar, basándose únicamente en cálculos aritméticos, que el peso de las enseñanzas del Dr. Fox es más imponente que, por ejemplo, el de Joseph De Vicent, cuya Iglesia del Centro Absoluto (domingos a las ocho y quince de la noche, Sala 1001, Steinway Hall) cuenta con una asistencia promedio de apenas cincuenta o sesenta fieles.

He estado navegando en aguas como estas durante algún tiempo, buscando, si no la verdad, al menos cierta comprensión del atractivo que atrae a tantos seguidores. Creo que estuve más cerca de esa comprensión un domingo no hace mucho, cuando escuché una conferencia de Neville Goddard. El señor Goddard (con cierta solemnidad, suele referirse a sí mismo simplemente como “Neville”) habla los domingos a las 8 p. m. en el auditorio de la Iglesia Episcopal Metodista Union, en la calle Cuarenta y Ocho Oeste, con una entrada de veinticinco centavos.
El señor Goddard, o Neville, no convoca audiencias tan numerosas como el Dr. Fox, y sus enseñanzas no son tan extremas como las de algunos otros. En ambos aspectos, su posición es bastante moderada. La noche en que asistí, había quizás unas doscientas personas presentes para escuchar su mensaje. El auditorio de la Iglesia Union es pequeño y tiene forma de abanico, con filas de bancos que se estrechan hacia un atril en un pequeño estrado que sirve como púlpito, y la multitud lo llenaba cómodamente. Noté que los hombres estaban en clara minoría, al menos seis a uno en comparación con las mujeres, y dado que hacía calor, muchos de ellos se habían quitado el abrigo. Aunque un organista en la galería tocaba suavemente una mezcla de acordes profundos y fragmentos de himnos, como suele ocurrir antes de un servicio, el ambiente tenía una informalidad que recordaba a un teatro antes de que se levante el telón. La gente saludaba a amigos en otros bancos o se levantaba para conversar en pequeños grupos.
Cuando el organista terminó su selección, hubo incluso una ronda de aplausos dispersos. Luego, una mujer de un rojo de cabello sorprendentemente brillante se puso de pie en la galería del órgano y, con una voz de soprano bastante potente, interpretó el Ave María de George B. Nevin. Cuando terminó, recibió otra ronda de aplausos. Un momento después, Neville apareció en la puerta de la sacristía y caminó hasta su lugar detrás del atril.
Era considerablemente más joven de lo que había imaginado, y sin duda más apuesto. No debía tener mucho más de treinta años, era alto, delgado y moreno, con cabello negro y un rostro alargado y atractivo, con rasgos latinos que, inevitablemente, una docena de años atrás le habrían valido el apelativo de “tipo Valentino”. Vestía un traje de tweed marrón bien cortado, una camisa azul y una corbata a rayas negras y rojas. Se quedó de pie durante medio minuto, sonriendo, hasta que los aplausos con los que fue recibido se apagaron.
Cuando comenzó a hablar, tuve algunas dificultades para seguirlo. Por un lado, empleaba el viejo truco oratorio de mantener la voz baja hasta captar por completo la atención de su audiencia. Además, su disertación tardó en tomar forma para mí, ya que saltaba, aparentemente al azar, de un tema a otro. Comenzó hablando de la Biblia.

“No me malinterpreten”, dijo en un momento. “Amo la Biblia. Sé que muchas personas, tal vez algunos de ustedes aquí frente a mí, pueden pensar que es aburrida e intrascendente. Yo no la veo así. La disfruto. Si no la disfrutara, no la leería. Les he dicho muchas veces que no estamos aquí para sufrir, estamos aquí para disfrutar la vida, para gozar el mero hecho de existir, y si la Biblia no me gustara realmente, jamás perdería mi tiempo con ella. Pero me gusta, y si la abordaran de la manera en que yo lo hago, estoy seguro de que también la disfrutarían. Porque la Biblia no es historia. Olvídense de eso. Lo que la Biblia es, en realidad, es un gran drama psicológico, quizá el más grande que jamás se haya escrito, y una vez que comprendan bien este hecho, muchas de las cosas que parecen oscuras y complejas se volverán sencillas.
Dios, por ejemplo”.
Ahora hablaba con más rapidez, con gestos ágiles y libres, y su tono había adquirido cierta urgencia; apenas parecía detenerse para tomar aire. Había algo cautivador en su manera de expresarse. Era la urgencia de un joven que intenta desesperadamente explicar un punto que para él es seguro, pero que está convencido de que su audiencia no comprenderá a menos que lo enfatice con vehemencia.
“¿Qué es Dios?”, continuó. “Dios es el hombre, es la mente, es el estado de ánimo. Y los apóstoles, ellos no eran simples hombres, y sería un error suponerlo. Representan los atributos psicológicos del hombre, sus miedos, sus pasiones, sus deseos. Y esa casa de la que escuchamos hablar ‘En la casa de mi Padre hay muchas moradas’, ¿qué es sino la mente del hombre mismo, o la cabeza, donde se encuentra el cerebro? ¿Ven cuán sencillo puede volverse todo una vez que se adopta el enfoque correcto?”.
Comencé a distinguir a las personas dentro de la congregación que me rodeaba. En el banco frente al mío, dos mujeres de unos cuarenta y cinco años estaban sentadas. Una de ellas era delgada y angulosa, con una expresión que parecía de descontento permanente; la otra, baja, regordeta e inexpresiva. Ambas escuchaban con la máxima atención. En otro banco, dos jóvenes con peinados elaborados, que me recordaban a anfitrionas de restaurante, seguían la charla. En otro más, un hombre mayor con el rostro profundamente marcado por arrugas, ojos pequeños y astutos y una gran nariz aguileña. Estaba sentado en mangas de camisa, con su abrigo cuidadosamente doblado sobre su regazo, y asentía con la cabeza mientras sonreía suavemente, como si ya hubiera escuchado todo esto antes y experimentara un cierto placer nostálgico en su repetición.
Neville hizo una pausa, sacó un pañuelo del bolsillo de su chaqueta, se lo pasó rápidamente por la frente y continuó.
“Las lenguas”, dijo. “Hablaron en muchas lenguas. Encontramos esa referencia en la Biblia. Y si hablamos de lenguas, debe haber una referencia a los idiomas que esas lenguas están hablando. Muchas lenguas, muchos idiomas, y entonces, ¿cómo encontraremos el verdadero lenguaje, el lenguaje del significado y el significado que ese lenguaje representa? En una palabra, el estado de ánimo”.
“Puedo explicarlo mejor con un ejemplo”, prosiguió Neville, y describió a una mujer que desea casarse y que se imagina a sí misma con el vestido de novia, lista para la ceremonia.
“¿No estará entonces más cerca de la realización de su deseo que si simplemente dijera: ‘Oh, todo esto es imposible, nunca podrá suceder’? O supongamos que un hombre está en prisión y, en lugar de decirse a sí mismo: ‘Sí, soy Jones, el que está en prisión’, dice: ‘No, no soy ese Jones. Soy otro Jones, el que es libre’. Entonces habrá adoptado otro estado de ánimo, estará hablando otro lenguaje, y ese estado de ánimo y ese lenguaje serán los de la libertad. Y si logra alcanzar el estado de ánimo correcto, si encuentra el lenguaje oculto, entonces será libre”.
“Será libre”, repitió Neville. Sujetando con ambas manos los bordes del atril, miró fijamente a la audiencia.
“Porque el estado de ánimo es la clave”, continuó, elevando ligeramente la voz. “Y les digo ahora, si pueden lograr un estado de ánimo perfecto, si pueden construir un deseo consumado, entonces el estado de ánimo y el deseo serán uno y ustedes serán felices. Porque el estado de ánimo es Dios, y Dios es el estado de ánimo, y cuando logren ese estado, verán la lengua de fuego sobre su frente. Oirán el trueno, o a veces puede sonar más como un silbido agudo, tan alto que parecerá de otro mundo. Y cuando vean esa llama, cuando escuchen ese sonido, se deslizarán” (enfatizó la palabra con un chasquido de sus dedos). “Se deslizarán hacia esa profundidad que es su verdadero ser. Y mientras estén allí, su estado de ánimo se convertirá en realidad y su deseo les será concedido, volviéndose real y tangible para ustedes también”.
Comprendí que la teoría de Neville consistía en que si uno desea algo con suficiente intensidad y luego se duerme o entra en trance mientras mantiene ese deseo, este se cumplirá, al menos mientras dure el sueño. Luego, afirmó que si la práctica se mantiene el tiempo suficiente y de la manera adecuada, el sueño se fusiona con la realidad y uno realmente se convierte en lo que desea ser, o adquiere aquello que anhela.
En ese momento, estaba demasiado sorprendido ante el espectáculo de un hombre con un traje de tweed marrón, en una iglesia de la calle Cuarenta y Ocho Oeste, hablando con calma sobre llamas en la frente y truenos, o silbidos en los oídos, como para llegar a alguna conclusión sobre la validez de su teoría. Nadie más parecía sorprendido. El anciano de rostro arrugado y sonrisa apacible seguía asintiendo suavemente. Las dos mujeres del banco frente a mí se inclinaban hacia adelante, más absortas que nunca.
Neville nos observó por un momento.
“¡Un brazo atrofiado puede enderezarse!”, dijo. “Un hombre ciego puede recuperar la vista. O si eres pobre y quieres ser rico, si estás enfermo y quieres sanar, si estás atado a alguien de quien quieres librarte… no soy moralista, y como les he dicho muchas veces en estas conferencias, estamos aquí para encontrar gozo en la vida, no para sufrir, puedes lograr todas estas cosas si adoptas el estado de ánimo adecuado”.
Se requería una técnica, explicó. Muchas personas que deseaban ser ricas, por ejemplo, simplemente pensaban en sí mismas como ricas y dejaban el asunto ahí.
“Debes hacer más que eso. Debes sentirlo”, dijo. “Debes sentirte rico, sentir la emoción de ello, la satisfacción”.
También, mencionó, existían ciertos malentendidos debido a que el sueño es parte del proceso.
“Mucha gente, al escuchar esto, cree que el mejor momento para buscar el silencio es por la noche, cuando están cansados y es probable que se duerman de todos modos. Están equivocados, y nunca obtendrán buenos resultados de esa manera. Esto no es un sueño común. Como les he dicho antes, es un dejarse caer en la profundidad de su subconsciente. Sucede así” (nuevamente chasqueó los dedos) “y el momento adecuado para hacerlo es cuando están llenos de energía, no cuando están cansados y sin fuerzas. Acuéstense si pueden, relájense, miren hacia arriba, y cuando vean la llama azul en su frente sabrán que el estado de ánimo ha llegado a ustedes. Puede durar cinco segundos, diez segundos, diez minutos. No importa. Pero mientras dure, el deseo habrá comenzado a germinar y crecer, y será difícil que algo lo borre después.
Incluso ahora, en medio de una batalla, un hombre puede alejarse del conflicto y el peligro con solo su voluntad y no estar allí. O un amigo con el poder adecuado puede hacerlo por él. Porque mientras duermes hay un Vigilante, y ese Vigilante es omnipotente y omnisciente, y ningún poder, ningún ejército de hombres, puede impedir que el Vigilante otorgue sus dones si el Vigilante decide darlos”.
Hubo una pausa y entonces dos manos se alzaron. Una pertenecía a una mujer que estaba algo alejada de donde yo me encontraba. La otra era la del anciano sonriente. Neville los miró con satisfacción, primero a uno y luego al otro.
“Si lo han hecho, sin duda obtendrán resultados”, dijo.
Permaneció inmóvil durante un tiempo perceptible, mirando fijamente al frente. Luego dijo:
“Ahora, entremos en el silencio”.
Se cuadró sobre sus pies, cerró los ojos, echó bruscamente la cabeza hacia atrás y quedó inmóvil.
Todos en la audiencia, excepto yo (al menos todos los que podía ver) hicieron lo mismo, y en pocos segundos todo el auditorio estaba tan en silencio que podía escuchar con claridad los suaves sonidos del tráfico dominical: las bocinas de los coches, el zumbido de los neumáticos y las voces ocasionales de los transeúntes en la calle.
Durante al menos dos minutos, me encontré en medio de unas doscientas personas, todas sentadas con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, buscando en silencio el toque de una llama azul en sus frentes y el sonido de un silbido agudo y penetrante en sus oídos, que les indicaría que sus deseos más profundos estaban en proceso de cumplirse.
Era un espectáculo extraño, conmovedor, triste, grotesco y casi cómico a la vez.

Cuando Neville finalmente abrió los ojos, echó un vistazo alrededor y se aclaró la garganta. Se produjo un leve murmullo mientras su audiencia volvía a reajustarse al mundo cotidiano.
“Sí”, dijo, “realmente creo que llegará el día en que tú y yo viajaremos sin necesidad de aviones, trenes o automóviles. Simplemente nos pondremos en el estado de ánimo de estar donde queremos estar, y estaremos allí, a medida que este poder al que accedemos aquí se vuelva universal”.
Miró su reloj de pulsera y sonrió.
“Pero ya son las nueve, hace calor y he estado hablando por mucho tiempo. Si hay alguien que quiera irse, puede hacerlo sin problema. Después tendremos una breve sesión de preguntas”.
Un hombre y una mujer que estaban en las primeras filas se levantaron y, con evidente conciencia de sí mismos, caminaron de puntillas por el pasillo. El resto nos quedamos en nuestros asientos, y después de un breve silencio, una mujer alta y mayor, vestida con un holgado vestido gris y un gran sombrero negro de paja, se puso de pie a unas cuantas filas delante de mí. Habló con voz titubeante y casi inaudible, por lo que me resultó difícil entender lo que decía. Sin embargo, deduje que su inquietud tenía que ver con voces. Escuchaba voces mientras estaba en el silencio y, dado que Neville nunca había mencionado este fenómeno, quería saber cuál era su significado.
Mientras la escuchaba, Neville se secó la cara con su pañuelo.
“No”, dijo cuando terminó de hablar. “No creo que realmente escuches voces. Lo que oyes es la emoción de haberlas escuchado, y dado que todo eso forma parte del estado de ánimo que intentas alcanzar, difícilmente puede tener otro significado”.
La siguiente persona en hacer una pregunta fue un hombre. También estaba sentado unas filas delante de mí, por lo que no podía verle el rostro. Llevaba un traje negro y tenía el cabello muy negro y recortado al ras. La parte posterior de su cuello, bastante delgada, era tan pálida que parecía tener un leve tinte azulado. Estaba ligeramente encorvado, y su complexión y su color de piel me recordaban a cierto tipo de hombre que se ve con frecuencia en las calles de la ciudad; sus rostros suelen ser pálidos, intensos, con aspecto de estudiosos, y ligeramente preocupados.
Quería saber sobre la disciplina mental. Se le había ocurrido que, dado que el éxito de alcanzar el estado de ánimo dependía tanto del control adecuado de los pensamientos, tal vez el maestro pudiera dar algún consejo al respecto.
La respuesta de Neville fue un tanto brusca, y me dio la impresión de que posiblemente tenía prisa por terminar y llegar a casa para darse una ducha. Dijo que no creía que fuera necesario un entrenamiento especial de la mente para lograr el estado de ánimo, o al menos no conocía un método infalible.
“La disciplina que necesitas está dentro de ti, y concierne tanto a tus miedos, pensamientos y deseos como a tu mente. Lo que hay que hacer es sacarlo a la luz”.
Hizo una pausa y luego añadió un consejo adicional:
“Pero, sobre todo, no modifiquen su objetivo. Lo que quiero decir es lo siguiente: supongamos que eres un hombre que quiere un mejor empleo y decides lograrlo cultivando el estado de ánimo adecuado. Pero al mismo tiempo, tienes dudas en tu mente. No estás seguro de poder manejar las responsabilidades de ese trabajo, no estás seguro de estar lo suficientemente preparado, y así sucesivamente. Bueno, entonces, lo que en realidad estás deseando es ser lo suficientemente inteligente o estar lo suficientemente capacitado para sentirte capaz de desear ese empleo. Eso es lo que yo llamo modificar el objetivo, y confunde por completo el estado de ánimo. Es la causa de muchos de nuestros fracasos.
¿Hay más preguntas?”.

Hubo algunas preguntas más. Un hombre en mangas de camisa, de mandíbula alargada y ojos pálidos y saltones, se puso de pie para preguntar si Neville había leído un libro llamado Cristo en Flandes. Neville respondió que no, que no lo había leído, y el hombre, viendo frustrado su intento de conversación, permaneció indeciso por un momento antes de sentarse nuevamente.
Un instante después, el hombre del traje negro volvió a ponerse de pie. Preguntó con cierta vergüenza si a Neville le molestaba que hiciera otra pregunta.
“En absoluto”, respondió Neville con amabilidad, y el hombre continuó diciendo que aún le preocupaba profundamente la cuestión de la disciplina mental.
“Lo que sucede cuando intento alcanzar el estado de ánimo”, dijo con sinceridad, “es que simplemente no puedo alcanzarlo. En lugar de que yo controle mis pensamientos, mis pensamientos me controlan a mí. Mi mente divaga, o algo así”.
Neville le respondió que tal vez debía sentir más.
“En lugar de concentrarte tanto en tus pensamientos”, continuó, “intenta sentir. Siente la emoción de tener aquello que deseas, la alegría que produce, la gran alegría y la satisfacción. Entonces tus pensamientos se acomodarán por sí solos. Seguirán a tus sentimientos y tendrás más éxito con el estado de ánimo”.
Hizo una breve pausa.
“Bien”, dijo finalmente, “si no hay más preguntas, damos por concluida esta reunión”.
Anunció las reuniones de la semana siguiente, que incluirían una serie de clases sobre la Biblia, con una entrada de un dólar. Hubo una ronda de aplausos, que Neville agradeció con una sonrisa. Luego bajó del estrado.
Dos mujeres, una de ellas la que había mencionado escuchar voces, lo interceptaron en su camino hacia la sacristía, y él se detuvo a hablar con ellas. Vi al hombre del traje negro, que dudó por un momento antes de acercarse al grupo. El resto de nosotros avanzamos lentamente por el pasillo hacia la calle.
Afuera, la noche seguía siendo cálida y el aire parecía denso; la calle estaba oscurecida. Cuando la congregación salió a la acera, hubo una tendencia general a quedarse ahí, sin hablar, simplemente de pie, como si intentaran ubicarse en la penumbra que los rodeaba. A medida que la iglesia se vaciaba, la multitud se acumulaba, hasta que los transeúntes que venían desde la Octava Avenida tuvieron que abrirse paso entre la masa antes de poder seguir libremente hacia Broadway.
Luego, la corriente de movimiento nos arrastró con ella. En pequeños grupos que se dividían en otros aún más pequeños, la multitud comenzó a dispersarse. Donde la calle cruzaba Broadway había más luces y más movimiento, pero no era el movimiento de tiempos de paz. Para empezar, había uniformes por todas partes, y los uniformes daban una sensación de transitoriedad.
Mientras tanto, nuestro grupo avanzaba por la calle lateral oscura. Al poco tiempo, se disolvió en la multitud de Broadway y perdió su identidad. Sus pequeñas e íntimas incertidumbres también se desvanecieron en la mayor incertidumbre del mundo que los rodeaba.
No vi ni una sola llama en ninguna frente mientras desaparecían.
✧ Fuente: The New Yorker · Sección A Reporter at Large – Artículo original en inglés: “A Blue Flame on the Forehead”, por Robert M. Coates, 4 de septiembre de 1943.
© Traducción al español por Indira G. Andrade · La Mente Creadora – Archivo Neville Goddard en español. Todos los derechos reservados.
✦ Nota Editorial:
Las imágenes que acompañan esta publicación corresponden al artículo original A Blue Flame on the Forehead, escrito por Robert M. Coates y publicado el 11 de septiembre de 1943 en la revista The New Yorker.
He decidido incluir estas páginas escaneadas como archivo histórico complementario, no solo para honrar la fuente original, sino para ofrecer a quienes estudian la obra de Neville Goddard una experiencia más completa y cercana al contexto en que estas palabras fueron escritas.
Ver las páginas tal como aparecieron hace más de 80 años permite situarnos en la época, en el lenguaje y en el mundo que rodeaba a Neville: un mundo en guerra, lleno de incertidumbre, pero también de búsqueda interior.
Esta traducción ha sido realizada con el mayor respeto al texto original, con el propósito de preservar y compartir este valioso testimonio con lectores y lectoras de habla hispana.
En La Mente Creadora encontrarás la obra completa de Neville Goddard, organizada paso a paso en orden cronológico.
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